sábado, 28 de agosto de 2010

InfiernoS

Lucía, con apenas 16 años, se vio inmersa en ésta espiral de autodestrucción de la que le costó muchísimo salir. Poco a poco su dieta se fue viendo reducida, cada día eran menos los alimentos que se echaba a la boca. Era un suplicio caminar por casa y verse reflejada en los espejos, esa que aparecía ahí, no era ella, no quería ser ella, estaba demasiado gorda y tenía que ponerle remedio a eso.

Se hacían más y más frecuentes las visitas al baño para vomitar todo lo que había comido. Intentaba ocultarlo en su familia todo el tiempo máximo que fuera posible, aunque, era evidente, que eso no podría ser eternamente. Vestirse con ropas anchas para que no se lo notaran no le serviría de nada, llegará un momento en que será demasiado evidente.

Fue pasando el tiempo y cada vez estaba más encerrada en su mundo, más distante de todo su entorno, y se escabullía lo mejor que podía del asedio al que sus familiares y amigos la sometían de forma constante.

Cuando menos lo esperaba, llegó el momento en que ya era demasiado evidente, algo le pasaba, pero ya era tarde, porque la enfermedad ya se había apoderado de ella. Intentaba no mirar a los espejos cuando pasaba delante de ellos, pero a veces era inevitable, y por más que mirase, no se veía reflejada, seguía viéndose demasiado gorda, y ella, no quería ser así.

Negar que había dejado de comer era a cada momento más difícil de sostener. Y con ello llegaron los enfrentamientos en casa, y se veía que su círculo era día tras día, más corto. Sus amigas ya no estaban a su lado, y su familia, poco a poco, se estaba alejando de ella, pero, ¿sería ella la causa por las que todos se separasen de su lado?

Se hacía tan raro convivir con Lucía… Tan delgada, tan pálida, tan fría… Pero su madre no se iba a quedar de brazos cruzados, y la llevaba a psicólogos, médicos. El momento de hacer frente a la báscula era una tortura, interminable, no quería escuchar su peso, a pesar de que, por fin, ya era consciente de que tenía un problema, aunque no se dejaba ayudar. Las consultas con el psicólogo eran en vano; ella no quería ver la realidad.

Lágrimas, encierro entre las cuatro paredes de su habitación, soledad, tristeza abismal… No podía seguir con aquello, no quería seguir viendo como cada día, sus padres y hermanos, la veían con cara de no reconocer a la persona que tenían delante, porque esa no era ella. Se apagó su vitalidad, su risa, su alegría de vivir. No quedaba ni rastro de la Lucía de un año atrás.

Una noche, en el salón de su casa, y a oscuras, su madre la encontró sentada en una silla, en medio de la estancia, con los brazos cruzados, doblada, encogida, temblando, llorando, y balanceándose de atrás a adelante. Sólo repetía: “necesito ayuda”.
Ése fue el comienzo del fin de la enfermedad. Lucía, poco a poco se fue recuperando, porque había algo que ella tenía muy claro, y es que, esto no es vida, es una mierda, que te come la cabeza, que te deja vacío, que te deja solo, no es vida... No es nada... Eso no es vida.



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