Este país en el que vivimos está demasiado maltratado por las altas instituciones de nuestro país. Su imagen se la han ido cargando, poco a poco, aquellos con capacidad de decidir el rumbo de los 47 millones de ciudadanos que la habitan.
Una España democrática pasa por sus momentos de menor libertad en los últimos 36 años. Desde que el Partido Popular (PP) accedió al poder, allá por 2011, hemos sido testigos de cómo el Estado del Bienestar se ha ido desmantelando de manera apresurada, como quien tiene prisa por mudarse, como si les quemase en las manos de los nuevos dirigentes.
Podemos caer en el tópico de los recortes. Que si la sanidad se está viendo mermada; que si la educación está siendo maltratada; que si las listas del paro no hay manera de bajarlas o que si la investigación está siendo machacada. Pero esta España en blanco y negro va mucho más allá. Cuando en las decisiones políticas no entra la política sino la moral religiosa, damos un paso para atrás. Uno mismo, como ente, como persona individual, puede tener sus creencias, su moral, su fe y su credo; nadie se lo prohíbe, y la Constitución lo ampara. Lo que no es de recibo es que esa misma persona, siendo poseedora de una cartera ministerial, o siendo presidente del Gobierno, se valga de esa moral y esa fe para, en base a ella, tomar medidas. Cuando hay que mirar por el bien de 47 millones, no cabe que se decida en base a ideas que comparten unos cuantos.
En esta moralidad entraría el gran protagonismo que está tomando la asignatura de religión en la escuela pública; el ascenso de las aportaciones públicas a los centros educativos concertados (en su mayoría religiosos católicos) en detrimento de la caída de financiación de la escuela pública; la nueva Ley del aborto que plantean desde el ministerio de Justicia o el empecinamiento en querer que se declarase inconstitucional la Ley del matrimonio igualitario.
Por otro lado, nos tomamos con otra España en blanco y negro al ver la propuesta de ley que plantea el ministro del Interior. Nos referimos a la Ley de Responsabilidad Social (de la que hablamos ya en este blog). Una ley que pretende imponer el silencio en la población, donde casi se criminaliza a aquél que sale a la calle para protestar, pacíficamente en una manifestación, por sus derechos básicos (trabajo, educación, sanidad, vivienda digna). Se intenta hacer culpable a la víctima, mientras los verdaderos responsables de todo este caos siguen en la calle, no son juzgados o, sencillamente, son idultados. ¿Qué democracia permite eso? La nuestra.
Somos una sociedad que queremos vendernos como democráticamente madura por llevar casi 40 años; sin embargo, en temas de libertades, aún somos unos neonatos. Aquella sociedad que ve cómo sus mandatarios toleran, permiten, indultan, ignoran y participan en la corrupción, en la evasión fiscal, en las financiaciones ilegales; aquella sociedad que ve cómo sus más altas instituciones se ven inmersas en casos de corrupción como el caso Nóos; esa sociedad no puede llamarse democráticamente madura. Hasta que eso no cambie; hasta que los culpables no paguen por el mal que han hecho; hasta que aquellos que tienen la capacidad de arreglar este entuerto sin perjudicar -aún más- al que menos tiene no lo hagan, este país seguirá siendo una España en blanco y negro.
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